Creí que iba a ser suficiente meter una imagen con un enlace en el facebook, a fin de cuentas uno no es nadie y Eco llegó a serlo casi todo aunque no lo pareciera. Pero resulta que mi particular homenaje no transita por su conocida novela "El nombre de la rosa" ni sus otras incursiones en lo literario. A principios de la década de los 70 del siglo pasado leí, no se si con provecho, su ensayo La Nueva Edad Media y entonces me pareció la mejor aproximación posible a la concepción de Federico Engels del desarrollo en espiral de la historia. Después resultó que no es tal, pero ahora eso no importa porque me sirvió y aún hoy me sirve pues de ahí viene mi apreciación personal por determinada literatura marginal como la ciencia ficción o la fantasía épica; cuentos en definitiva, narraciones que se explican más en el ambiente histórico de la pre-novela, como El Lazarillo, o aquellas obras escritas con la única y sana pasión de entretener y proporcionar un rato de evasión a quien la consume. Así que ahí está todo (hasta sus novelas) aunque cuando algún atrevido termine de leer el ensayo que reproducimos aquí, reconozca que "no pasa nada".
Otro motivo para escribir mi particular homenaje y no sumarme a los preexistentes es que los medios ya lo han definido como "el último humanista" y sinceramente creo que no es así; su obra también transita por el retorno a la Edad Media y el Renacimiento es solo su última fase. O sea, el viejo profesor Umberto Eco, el hombre que lo sabía todo, está más próximo a Boecio que a Erasmo.
Este
Ensayo fue publicado en 1972 y sigue actual. Desde hace años que los ambientes
internacionales relacionados con el estudio de la modernidad lo señalan como
referente. El movimiento hacker lo consideró siempre como "una iluminación
censurada" por su contenido propietario. Así que se peleó por abrirlo a
contenido público. En el 2008 después de mucho insistir y presionar, finalmente
Eco accedió. Esta es la primera versión en castellano, corregida y sutilmente
actualizada. El original titulaba "Hacia la Nueva Edad Media " y
quedó "La Nueva Edad Media". Cuando Eco preguntó acerca de la
posibilidad de actualizar el contexto de época con relación a los personajes,
Fellini, Antonioni, etc. los hackers respondieron que se sentían
"ofendidos" ante esa propuesta. El autor se manifestó "muy
halagado por tantas presiones amigas sobre mi obra". Y reconoció algo más:
"Se está generando una ética en el ciberespacio que desconocía, mucho más
íntegra que la de los intereses capitalistas. Nos protegen hasta de nosotros
mismos".
Recientemente, y desde
muchas partes, se ha empezado a hablar de nuestra época como de una Nueva Edad
Media. El problema es si se trata de una profecía o de una constatación. Dicho
de otro modo: ¿hemos entrado ya en la Nueva Edad Media o, como lo expresa
Roberto Vacca en un inquietante libro, «vamos al encuentro de una próxima Edad
Media inminente»? La tesis de Vacca se basa en la degradación de los grandes
sistemas típicos de la era tecnológica que, demasiado vastos y complejos para
ser coordinados por una autoridad central y también para ser controlados
individualmente por un aparato directivo eficiente, están condenados al colapso
y, por interacciones recíprocas, a producir un retroceso de toda la civilización
industrial.
Repasemos brevemente las
hipótesis más apocalípticas que Vacca concibe, en una especie de «escenario»
futurible de apariencia muy persuasiva.
1. PROYECTO DE APOCALIPSIS
Un día, en Estados Unidos, la coincidencia de un atasco de autopistas con una
paralización del tráfico ferroviario impide que el personal de relevo acceda a
un gran aeropuerto. Los controladores no relevados, vencidos por el estrés,
provocan la colisión entre dos cuatrirreactores, que se precipitan sobre una
línea eléctrica de alta tensión, cuya carga, repartida entre otras líneas ya
sobrecargadas, provoca un black out como el que ya sufriera Nueva York hace
algunos años. Salvo que esta vez es más radical y dura varios días. Como nieva
y las calles están bloqueadas, los automóviles forman monstruosos atascos; en
las oficinas, se encienden fuegos para calentarse, estallan incendios y los
bomberos no logran llegar a los sitios para apagarlos. La red telefónica queda
bloqueada bajo el impacto de cincuenta millones de personas aisladas que tratan
de comunicarse. Se inician marchas por la nieve, que ocasionan víctimas que se
abandonan en las calles.
Los viandantes, privados de
aprovisionamientos de toda clase, intentan apoderarse de refugios y mercancías;
entran en acción las decenas de millones de armas de fuego vendidas en
Norteamérica. Las fuerzas armadas asumen el poder, pero son víctimas también de
la parálisis general. La gente saquea los supermercados, en los hogares se
acaban las reservas de velas, aumenta el número de muertos a causa del frío y
el hambre, y en los hospitales los enfermos mueren por falta de cuidados.
Después de algunas semanas,
cuando penosamente se restablezca la normalidad, los millones de cadáveres
dispersos por las ciudades y el campo comenzarán a propagar epidemias y
provocarán flagelos de dimensiones parecidas a los de la peste negra, que en el
siglo XIV destruyó dos tercios de la población europea. Surgirán entonces
psicosis «de contagio» y se afirmará un nuevo maccartismo mucho más cruento que
el primero. La vida política, que habrá entrado en crisis, se subdividirá en
una serie de subsistemas autónomos e independientes del poder central, con
ejércitos mercenarios y administraciones autónomas de justicia.
Mientras la crisis
continuará indefinidamente, quienes lograrán superarla con más facilidad serán
los habitantes de las áreas subdesarrolladas, ya preparados para vivir en
condiciones elementales de vida y de competencia, y se producirán grandes
migraciones, que darán lugar a fusiones y mezclas raciales, importación y
difusión de nuevas ideologías.
La propiedad, menguada la
fuerza de las leyes y destruidos los catastros, se apoyará en el solo derecho
de usurpación. Por otra parte, la rápida decadencia habrá reducido las ciudades
a una serie de ruinas alternadas con casas habitables, y habitadas por quienes
hayan logrado apoderarse de ellas, mientras las pequeñas autoridades locales
podrán mantener cierto poder construyendo recintos y pequeñas fortificaciones.
En este momento, se estará
ya en plena estructura feudal. Las alianzas entre poderes locales se apoyarán
en el compromiso y no en las leyes, las relaciones individuales se basarán en
la agresión, en la alianza por amistad o comunidad de intereses, y renacerán
las costumbres elementales de hospitalidad para el transeúnte. Ante esta
perspectiva, nos dice Vacca, no cabe otra cosa que pensar en planificar el
equivalente de la comunidad monástico que, en medio de tanta decadencia, se
ejercite desde ahora en mantener vivos y en transmitir los conocimientos
técnicos y científicos útiles para el advenimiento de un nuevo renacimiento.
Cómo organizar estos conocimientos, cómo impedir que se corrompan en el proceso
de transmisión o que alguna comunidad haga uso de ellos con fines de poder
particular, éstos y otros problemas constituyen los capítulos finales (en gran
parte discutibles) del Medio Evo prossimo ventura. Pero, como decíamos al
comienzo, el problema es de índole diversa.
Se trata ante todo de
decidir si este escenario que describe Vacca es apocalíptico o si es la
enfatización de algo ya existente. Y, en segundo lugar, de liberar la noción de
Edad Media del aura negativa con que la ha envuelto cierta difusión cultural de
inspiración renacentista.
Tratemos pues de analizar
qué es lo que se entiende por Edad Media.
2. PROYECTO ALTERNATIVO DE
EDAD MEDIA Para empezar, observemos que este nombre define dos momentos
históricos bien distintos: uno que va desde la caída del Imperio Romano de
Occidente hasta el año 1000, y es una época de crisis, de decadencia, de
violentos ajustes de cuentas entre pueblos y de choque de culturas; el otro
período se extiende desde el siglo XI hasta aquella época que escolarmente se
define como Humanismo, y no por azar muchos historiadores extranjeros lo
consideran ya una época de pleno florecimiento y hablan así de tres
renacimientos: uno carolingio, otro en los siglos XI Y XII, y el tercero, que
es el que se conoce como Renacimiento propiamente dicho.
Admitiendo que se corre el
riesgo de sintetizar la Edad Media en una especie de modelo abstracto, ¿con
cuál de aquellos dos períodos se hará corresponder nuestra época? Cualquier
correspondencia término por término sería ingenua, incluso porque vivimos en
una época de procesos enormemente acelerados, donde lo que sucede ahora en cinco
años puede a veces corresponder a lo que entonces sucedía en cinco siglos.
En segundo lugar, el centro
del mundo se ha extendido a todo el planeta; hoy conviven civilizaciones,
culturas y estadios diferentes de desarrollo, y en términos de sentido común nos
vemos llevados a hablar de «condiciones medievales» de la población bengalí,
mientras consideramos Nueva York una floreciente Babilonia, o Pekín el modelo
de una nueva civilización renovadora.
Será necesario, por tanto,
establecer un paralelo entre ciertos momentos y ciertas situaciones de nuestra
civilización planetaria y diversos momentos de un proceso histórico que va del
siglo V al siglo XIII.
Ciertamente, comparar un
momento histórico preciso (hoy) con un período de casi mil años parece un
pasatiempo sin sustancia, y así sería si hiciéramos esto. Pero lo que
intentamos aquí es elaborar una «hipótesis de Edad Media» (como si nos
propusiéramos construir una Edad Media y calculáramos qué ingredientes serían
necesarios para producir una eficiente y plausible).
Esta hipótesis, o este
modelo, tendrá las características propias de toda criatura de laboratorio:
será el resultado de una elección, de una filtración, y la elección dependerá
de un fin preciso. En nuestro caso, el fin consiste en disponer una imagen
sobre la cual podamos medir tendencias y situaciones de nuestro tiempo. Será un
juego de laboratorio, pero nadie ha dicho nunca seriamente que los juegos sean
inútiles. Jugando el niño aprende a estar en el mundo, justamente porque simula
aquello que después estará obligado a hacer de veras.
¿Qué necesitamos para hacer
una buena Edad Media? Ante todo una gran Paz que se degrada, un gran poder
estatal internacional que había unificado el mundo bajo una lengua, costumbres,
ideología, religión, arte y tecnología y que, en un momento dado, a causa de la
propia ingobernable complejidad, se derrumba. Y se derrumba por la presión que
en sus fronteras ejercen los «bárbaros», que no son necesariamente incultos,
sino que son portadores de nuevas costumbres y de nuevas visiones del mundo.
Estos bárbaros pueden
invadir con violencia, porque quieren apropiarse de una riqueza que les había
sido negada; o bien pueden insinuarse en el cuerpo social y cultural de la Pax
dominante haciendo circular nuevas formas de fe y nuevas perspectivas de vida.
El Imperio Romano, en los
comienzos de su decadencia, no fue socavado por la ética cristiana; se socavó
sólo al acoger sincréticamente la cultura alejandrina y los cultos orientales
de Mitra y de Astarté, jugueteando con la magia, las nuevas éticas sexuales y
diversas esperanzas e imágenes de salvación.
El imperio acogió nuevos
componentes raciales, eliminó, por la fuerza de las circunstancias, muchas
rígidas divisiones de clase, redujo la diferencia entre ciudadanos y no
ciudadanos, entre plebeyos y patricios, conservó la división de la riqueza,
pero moderó -y no podía hacer otra cosa - las diferencias entre los roles
sociales. También experimentó fenómenos de rápida aculturación, colocó en el
gobierno a hombres que pertenecían a razas que doscientos años antes habrían
sido consideradas inferiores, y desdogmatizó muchas teologías. Durante el mismo
período, el gobierno adoró a los dioses clásicos, los soldados a Mitra y los
esclavos a Jesús.
Por instinto se perseguía la
fe que, a la larga, parecía más letal para el sistema, pero, en general, una
gran tolerancia represiva permitía aceptarlo todo.
El colapso (militar, civil,
social y cultural) de la Gran Pax abre un período de crisis económica y de
vacío de poder, pero sólo una justificable reacción anticlerical ha permitido
considerar los Siglos Oscuros tan «oscuros». En realidad, incluso la Alta Edad
Media (y más la Edad Media posterior al año 1000) fue una época de increíble
vitalidad intelectual, de diálogo apasionante entre civilización bárbara,
herencia romana y estímulos cristianoorientales, de viajes y de encuentros, con
los monjes irlandeses que atravesaban Europa difundiendo ideas, promoviendo
lecturas, inventando locuras de todo género...
En resumen, fue en este
período cuando maduró el hombre occidental moderno, y es en este sentido que el
modelo de una Edad Media puede servirnos para entender lo que está sucediendo
en nuestros días: la quiebra de una gran Pax acarrea crisis e inseguridades,
choques de distintas civilizaciones, y lentamente se va configurando la imagen
de un hombre nuevo. Imagen que sólo más tarde aparecerá clara, pero cuyos
elementos fundamentales están ya bullendo allí en un dramático caldero. Boecio,
que divulga a Pitágoras y relee a Aristóteles, no repite de memoria la lección
del pasado, sino que inventa un nuevo modo de hacer cultura y, fingiendo ser el
último de los romanos, constituye la primera oficina de estudios de las cortes
bárbaras.
3. CRISIS DE LA PAX
AMERICANA Que hoy estamos viviendo la crisis de la Pax Americana es ya lugar
común en la historiografía del presente.
Sería pueril encasillar en
una imagen precisa a los «nuevos bárbaros», incluso por la carga negativa y
desorientadora que para nuestros oídos ha tenido siempre el término «bárbaro»:
difícil decir si son los chinos o los pueblos del tercer mundo, o la generación
contestataria, o los inmigrantes meridionales que están creando en Turín un
nuevo Piamonte que antes jamás existió; y si apremian en las fronteras (donde
están) o trabajan ya en el interior del cuerpo social.
Por otra parte, ¿quiénes
eran los bárbaros en los siglos de la decadencia imperial, los hunos, los godos
o los pueblos asiáticos y africanos que implicaban la central del imperio en su
comercio y en sus religiones? Lo único que en concreto estaba desapareciendo
era el Romano, como hoy desaparece el Hombre Liberal, empresario emprendedor de
lengua anglosajona que tuvo en el Robinson Crusoe su poema primitivo y en Max
Weber su Virgilio.
En las pequeñas villas
suburbiales, el ejecutivo medio de pelo cortado en cepillo personifica todavía
al romano de antigua virtud, pero su hijo ya va con pelos de indio, poncho de
mexicano, toca el sitar asiático, lee textos budistas o libelos leninistas y
(como sucedía en el Bajo imperio) a menudo logra poner de acuerdo a Hesse, el
zodíaco, la alquimia, el pensamiento de Mao, la marihuana y la técnica de la
guerrilla urbana; basta leer Do ¡t de Jerry Rubin o pensar en los programas de
la Alternate University, que hace dos años organizaba en Nueva York cursos
sobre Marx, economía urbana y astrología.
Por otra parte, también este
romano superviviente juega, en los momentos de aburrimiento, al intercambio de
parejas y pone en crisis el modelo de la familia puritana.
Este romano de pelo en
cepillo, inserto en una gran corporación (gran sistema que se degrada), vive ya
de hecho la descentralización absoluta y la crisis del poder (o de los poderes)
central reducido a una ficción (como era el Imperio) y a un sistema de
principios cada vez más abstractos. Véase el impresionante ensayo de Furio
Colombo, Potere, grupo e conflicto nella societá neo-feudale, 1 del que emerge
la contemporaneidad de una situación típicamente neomedieval. Sin necesidad de
hacer sociología, todos sabemos que en lo que a nosotros respecta las
decisiones del gobierno son, con frecuencia, formales en relación a las
decisiones aparentemente periféricas de los grandes centros económicos; los
cuales no por azar empiezan a constituir su Sifar privado, quizás utilizando
las fuerzas de los Sifar públicos, y sus universidades, que tienen como
finalidad única los resultados de eficacia individual, en oposición a la Caída
de la Distribución Central de Adiestramiento.
En cuanto a que ahora la
política del Pentágono o del FBI pueda proceder de manera absolutamente
independiente de la política de la Casa Blanca es crónica cotidiana.
«El golpe de mano del poder
tecnológico ha vaciado las instituciones y ha abandonado el centro de la
estructura social», observa Colombo, que añade que el poder «se organiza
abiertamente fuera del área central y media del cuerpo social, dirigiéndose
hacia una zona libre de tareas y responsabilidades generales, revelando abierta
y súbitamente el carácter accesorio de las instituciones».
Las apelaciones ya no son en
términos de jerarquía o de función codificada, sino de prestigio y presión
efectiva. Colombo cita el caso de la rebelión en las cárceles de Nueva York en
octubre de 1970, donde la autoridad institucional, el alcalde Lindsay, sólo
pudo actuar mediante llamadas a la moderación, mientras las negociaciones se
realizaban al principio entre presos y guardianes y después entre periodistas y
autoridades carcelarias, con la mediación efectiva de la televisión.
4. LA VIETNAMIZACIÓN DEL
TERRITORIO En el juego de estos intereses privados que se auto administran y
logran mantener compromisos y equilibrios recíprocos, servidos por policía
privada y mercenaria, con sus propios centros fortificados de refugio y
defensa, se asiste a lo que Colombo llama una progresiva vietnamización de los
territorios, batidos por nuevas compañías de fortuna (¿qué otra cosa son los
minutemen y los Black Panthers?).
Hagamos la prueba de
aterrizar en Nueva York en un avión de la TWA: entraremos en un mundo
absolutamente privado, en una catedral autogestionada que no tiene nada que ver
con la terminal de la Panamerican. El poder central, que experimenta de manera
particularmente intensa la presión de la TWA, provee a la compañía de un
servicio de visados y aduana más rápido que los demás. Si volamos por TWA, en
cinco minutos de reloj entramos en Estados Unidos; con otras compañías nos
llevará una hora.
Todo depende del feudatario
volante al que nos confiemos, y los miss dominici (que también están investidos
de poder de condena y de absolución ideológica) levantarán a unos excomuniones
que para otros serán mucho más dogmáticamente irrevocables.
No es preciso ir a los
Estados Unidos para advertir cómo se ha modificado el aspecto exterior de la
sala central de un banco de Milán o Turín, ni para comprobar qué complejo de
controles y trámites de policía interna hay que superar antes de poner pie en
un castillo más fortificado que los otros, como es el palacio de la RAI, en
Roma, en el viale Mazzini.
El ejemplo de la
fortificación y paramilitarización de los edificios lo tenemos también en casa,
a nivel de experiencia cotidiana. A este respecto, el agente de policía de
servicio sirve y no sirve, confirma la presencia simbólica del poder, que a
veces puede convertirse en brazo secular efectivo, pero a menudo bastan las
fuerzas mercenarias internas.
Cuando la fortificación
herética (piénsese en la Estatale de Milán, con su territorio franco provisto
de privilegios «de hecho») se hace embarazoso, el poder central interviene
entonces para restablecer la autoridad de la Imagen del Estado, pero en la
facultad de arquitectura de Milán, transformada en ciudadela, el poder central
sólo intervino cuando unos señores feudales de diversa extracción (industrias,
periódicos, D.C. local) decidieron que la ciudadela enemiga fuera expugnada.
Sólo entonces el poder central cayó en la cuenta o fingió creer que la
situación era ¡legal desde hacía años!, e incriminó al consejo de la facultad.
Hasta que la presión de los
feudatarios más poderosos no se hizo insostenible, aquel pequeño feudo de
aberrantes templarios, o aquel monasterio de monjes disolutos, había quedado
abandonado a su autogestión, con sus propias reglas y sus ayunos o sus
libertinajes.
(Los estudiantes Protestan
porque las aulas están demasiado llenas y la enseñanza es demasiado
autoritaria. Los profesores quisieran organizar el trabajo en seminarios con
los alumnos, pero interviene la policía. En una refriega, resultan muertos
cinco estudiantes (año 1200). Se introduce una reforma que otorga autonomía a
profesores y estudiantes; el canciller no podrá rehusar la licencia de
enseñanza al candidato propuesto por seis profesores (año 1215).
El canciller de Notre-Dame
prohíbe las obras de Aristóteles. Los estudiantes, con el pretexto de que los
precios son demasiado caros, invaden y arrasan una hostería. El preboste de
policía interviene con una compañía de arqueros, que hieren a algunos
viandantes. Desde las calles vecinas acuden grupos de estudiantes, que atacan a
la fuerza pública arrojándole adoquines que arrancan del pavimento.
El preboste de policía
ordena cargar contra ellos: caen muertos tres estudiantes. Huelga general en la
universidad, atrincheramiento en el edificio, delegación al gobierno.
Profesores y estudiantes se
dirigen hacia las universidades periféricas. Después de largas negociaciones,
el rey establece una ley que regula a bajo precio los alojamientos para
estudiantes y crea colegios y comedores universitarios (marzo de 1229). Las
órdenes mendicantes ocupan tres cátedras sobre doce. Revuelta de docentes seglares
que las acusan de constituir una mafia de barones (1252). El año siguiente,
estalla una violenta lucha entre estudiantes y policía, los docentes seglares
suspenden sus cursos por solidaridad, mientras los catedráticos de las órdenes
religiosas continúan con los suyos (1253). La universidad entra en conflicto
con el Papa, que se pronuncia a favor de los docentes de las órdenes regulares,
hasta que Alejandro IV se ve obligado a conceder el derecho de huelga si la
decisión se toma por la asamblea de facultad con mayoría de dos tercios.
Algunos docentes rechazan las concesiones y son destituidos: Guillaume de
Saint-Amour, Eudes de Douai, Chrétien de Beauvais y Nicolas de Bar-sur-Aube son
procesados. Los destituidos publican un libro blanco titulado El peligro de los
tiempos recientes, que es condenado por «inicuo, criminal y execrable» por una
bula de 1256 (cf. Gilette Ziegler, Le défi de la Sorbonne, París, Juiliard,
1969).
Un geógrafo italiano,
Giuseppe Sacco, desarrolló hace un año el tema de la medievalización de la
ciudad.
Una serie de minorías que
rechazan la integración se constituyen en clan, y cada clan caracteriza un
barrio, que se convierte en el centro propio, a menudo inaccesible: estamos en
la «comarca» medieval (Giuseppe Sacco es profesor en Siena). A ese espíritu de
clan se unen por otra parte las clases pudientes que, siguiendo el mito de la
naturaleza, se retiran al exterior de las ciudades, en los barrios jardín con
supermercados autónomos, que dan origen a otros tipos de microsociedad.
Sacco retorna también el
tema de la vietnamización de los territorios, teatro de tensiones permanentes a
causa de la ruptura del consenso: entre las respuestas del poder está la
tendencia a descentralizar las grandes universidades (una especie de
defoliación estudiantil), para evitar peligrosas concentraciones de masas. En
ese marco de guerra civil permanente dominado por el choque de minorías
opuestas y privadas de centro, la ciudad lleva camino de convertirse cada vez
más en eso que ya puede verse en algunas poblaciones latinoamericanas,
acostumbradas a la guerrilla, «donde la fragmentación del cuerpo social está
muy bien simbolizada en el hecho de que el portero de las casas de apartamentos
vaya habitualmente armado de metralleta. En estas mismas ciudades, Ios edificios
públicos parecen a veces fortalezas, como los palacios presidenciales, y están
rodeados por una especie de parapetos de tierra para protegerse de los ataques
con bazookas».
Por supuesto, nuestro
paralelo medieval debe articularse sin temor a las imágenes simétricamente
opuestas. Porque, mientras la otra Edad Media estaba estrechamente ligada a la
disminución de población, abandono de la ciudad y penuria del campo, dificultad
de comunicación, deterioro de las vías y correos romanos y crisis del control
central, hoy parece que ocurra (respecto a la crisis de los poderes centrales)
el fenómeno opuesto: el exceso de población interactúa con el exceso de
comunicaciones y transportes y hace inhabitable la ciudad, no por destrucción y
abandono, sino por un paroxismo de actividad.
La hiedra que corroía las
grandes construcciones ruinosas es sustituida ahora por la contaminación
atmosférica y por la acumulación de basuras que desfiguran y vuelven
irrespirables las áreas habitadas. La ciudad se llena de inmigrantes y se vacía
de sus antiguos habitantes, que sólo acuden a ella para trabajar y correr
después a los suburbios (cada vez más fortificados después de la matanza de Bel
Air). Manhattan va camino de ser habitado sólo por negros. Turín por
meridionales, mientras que en las colinas y llanos circundantes surgen nobles
construcciones, ligadas a etiquetas de buena vecindad, desconfianza recíproca y
grandes ocasiones ceremoniales de encuentro.
5. EL DETERIORO ECOLÓGICO
Por otra parte, la gran ciudad, que hoy no es invadida por bárbaros
beligerantes ni devastada por incendios, sufre escasez de agua, crisis de
energía eléctrica disponible y parálisis del tráfico. Vacca recuerda la
existencia de grupos underground que, en un intento de socavar las bases de la
convivencia tecnológica, incitan a que se hagan saltar todas las líneas
eléctricas usando simultáneamente todos los electrodomésticos posibles y a
refrigerar la casa dejando abierta la nevera. Vacca señala, doctamente, que
dejando la nevera abierta la temperatura no disminuye sino que aumenta: sin
embargo, los filósofos paganos tenían objeciones mucho más importantes que
hacer a las teorías sexuales o económicas de los primeros cristianos, y no
obstante el problema no radicaba en comprobar si dichas teorías eran eficientes,
sino en reprimir el abstencionismo y el rechazo a la colaboración cuando
rebasaban ciertos límites. Los profesores de Castelnuovo fueron incriminados,
porque no registrar las ausencias en las asambleas equivale a no hacer
sacrificios a los dioses.
El poder teme el
relajamiento de los ceremoniales o la falta de obsecuencia formal en las
instituciones, en los que se ve la voluntad de sabotear el orden tradicional y
de introducir nuevas costumbres.
La Alta Edad Media se
caracterizó también por una gran decadencia tecnológica y por la pauperización
del campo. El hierro escaseaba y si un campesino dejaba caer en el pozo la
única hoz que poseía sólo le quedaba esperar la milagrosa intervención de un
santo que se la devolviera (como testimonian las leyendas), de otro modo se
había terminado el ir segando.
La pavorosa disminución de
la población no empezó a recuperarse hasta rebasado el año 1000, gracias a la
introducción del cultivo de judías, lentejas y habas, alimentos de alto valor
nutritivo, sin los cuales Europa hubiera perecido por debilidad constitucional
de la población (la relación entre legumbres y renacimiento cultural es
decisiva).
Actualmente el paralelo se
invierte para coincidir de nuevo: el gran desarrollo tecnológico provoca
obstáculos y disfunciones, y la expansión de la industria alimentaria se
convierte en producción de alimentos tóxicos y cancerígenos.
Por otra parte, la sociedad
de consumo a ultranza no produce objetos perfectos, sino maquinillas fácilmente
deteriorables (si se quiere un buen cuchillo, será mejor comprarlo en África;
en Estados Unidos después de la primera utilización se rompe) y la civilización
tecnológica se va convirtiendo en una sociedad de objetos usados e inservibles;
mientras que en el campo asistimos a deforestaciones, abandono de cultivos,
contaminación de las aguas, de la atmósfera y de las plantas, desaparición de
especies animales y fenómenos parecidos, por lo que la necesidad, si no de
judías, sí de una inyección de elementos genuinos, se hace cada vez más apremiante.
6. EL NEONOMADISMO El hecho
de que en la actualidad se viaje a la Luna, se transmita vía satélite y se
inventen nuevas sustancias corresponde perfectamente a la otra cara, por lo
demás desconocida, de la Edad Media a caballo entre los dos milenios y que se
define como la época de una primera e importantísima revolución industrial: en
el transcurso de tres siglos se inventaron los estribos, la collera con
horcate, que potencia el rendimiento del caballo, el timón posterior
articulado, que permite barloventear a las embarcaciones, es decir, navegar
contra el viento, y el molino de viento.
Aunque no lo parezca, eran
escasas las oportunidades que un hombre tenía en su vida de visitar Pavía y
muchas en cambio de ir a Santiago de Compostela o a Jerusalén. La Europa
medieval estaba surcada por vías de peregrinación (catalogadas en sus curiosas
guías turísticas, que citaban las iglesias abaciales como hoy se citan los
moteles y los Hilton), del mismo modo que nuestros cielos están surcados por
líneas aéreas que hacen más fácil viajar de Roma a Nueva York que de Spoleto a
Roma.
Se podría objetar que la
sociedad seminómada medieval era una sociedad de viajes inseguros; partir
significaba hacer testamento (recuérdese la partida del viejo Anne Vercos en La
anunciación a María, de Paul Claudel); viajar significaba encontrar bandoleros,
bandas de vagabundos y fieras. Pero la idea del viaje moderno como obra maestra
de comodidad y seguridad hace ya tiempo que se malogró, y atravesar los
diversos controles electrónicos y las inspecciones antisecuestros para subir a
un jet restituye más o menos la antigua sensación de inseguridad, que
presumiblemente está destinada a aumentar.
7. LA INSECURITAS
«Inseguridad» es una palabra clave: hay que insertar este sentimiento en el
marco de las angustias milenarísticas o «quiliásticas»: el mundo llega a su
fin, una catástrofe final pondrá término al milenio. Está demostrado ahora que
los famosos terrores del año 1000 fueron una leyenda, pero también está
demostrado que todo el siglo X estuvo recorrido por el temor del fin del mundo,
aunque hacia el declinar del milenio la psicosis estuviera ya superada.
En lo que respecta a
nuestros días, los temas recurrentes de la catástrofe atómica y de la
catástrofe ecológica bastan para indicar fuertes corrientes apocalípticas. El
correctivo utópico era entonces la idea de la renovatio impera¡; hoy consiste
en esa maleable suficiencia de «revolución». Ambas ideas no carecen de sólidas
perspectivas reales, a pesar de los desfases finales con respecto al proyecto
de partida (no será el Imperio quien se renueve, sino que serán el renacer
comunal y las monarquías nacionales quienes disciplinen la inseguridad). Pero
la inseguridad no es sólo «histórica»; es también psicológica; forma parte de
la relación hombre-paisaje, hombre-sociedad.
En la Edad Media, se vagaba
de noche por los bosques sintiéndolos poblados de presencias maléficas, nadie
se aventuraba fácilmente fuera de los lugares habitados, se iba armado;
condiciones a las que se encamina el habitante de Nueva York, que después de
las cinco de la tarde no pone el pie en Central Park, o se cuida muy mucho de
coger equivocadamente un metro que lo deje en Harlem o evita utilizar este
medio de transporte después de medianoche si no va acompañado, e incluso antes
si es una mujer.
Mientras las fuerzas de
policía comienzan a reprimir por todas partes los atracos y pillajes, mediante
indiscriminadas masacres de culpables e inocentes, se instaura la práctica del
robo revolucionario y del rapto de embajadores, del mismo modo que un cardenal
y su séquito podían ser capturados por cualquier Robin Hood, para ser canjeados
por un par de alegres camaradas del bosque destinados a la horca o a la rueda.
Un último toque al cuadro de
la inseguridad colectiva resulta el hecho de que como entonces, y
contrariamente a los usos establecidos por los estados liberales modernos, ya
no se declara la guerra (salvo al final del conflicto, véase el caso de India y
Pakistán) y no se sabe nunca si dos países se encuentran en estado de
beligerancia o no. En fin, basta ir a Livorno, Verona o Malta para advertir que
las tropas del Imperio permanecen de guarnición en los diferentes territorios
nacionales; se trata de ejércitos multilingües con unos almirantes
continuamente tentados a usar estas fuerzas para guerrear (o hacer política)
por cuenta propia.
8. LoS ERRANTES Por estos
anchos territorios dominados por la «insecuritas» vagan bandas de marginados,
místicos o aventureros.
Al lado de los estudiantes
que, en la crisis general de las universidades y gracias a becas completamente
incoherentes, se vuelven itinerantes y recurren sólo a profesores no
sedentarios rechazando sus propios «instructores naturales», tenemos bandas de
hippies - verdaderas órdenes mendicantes-, que viven de la caridad pública en
su búsqueda de una mística felicidad (entre droga y gracia divina no hay
demasiada diferencia, incluso varias religiones no cristianas atisban entre los
pliegues de la felicidad química).
Las poblaciones locales no
los aceptan y los persiguen, y, cuando hayan sido expulsados de todos los
albergues juveniles, el hermano de las flores escribirá que allí se encuentra
la perfecta alegría. Como en la Edad Media, el límite entre el místico y el
ladrón es mínimo, y Manson no es más que un monje que se ha excedido, como sus
antecesores, en los ritos satánicos (por otra parte, también cuando un hombre
con poder resulta molesto al gobierno legítimo, lo envuelven, como hizo Felipe
el Hermoso con los templarios, en un escándalo de orgías sexuales).
Excitación mística y rito
diabólico están muy próximos, y Gilles de Rais, quemado vivo por haber devorado
muchos niños, había sido compañero de armas de Juana de Arco, guerrillera
carismática como lo fuera el Che. Otras formas afines a las de las órdenes mendicantes
son por el contrario reivindicadas en
otra clave por grupos politizados, y el moralismo de la unión de los marxistas
leninistas tiene raíces monásticas, con su llamado a la pobreza, a la
austeridad de costumbres y al «servicio del pueblo».
Si estas comparaciones
parecen disparatadas, piénsese en la enorme diferencia que, bajo la aparente
cobertura religiosa, había entre monjes contemplativos y holgazanes, que en la
clausura conventual no hacían nada, franciscanos activos y populistas, y
dominicos doctrinarios e intransigentes, todos ellos voluntariamente
marginados, pero de manera diferente, del contexto social corriente,
despreciado por decadente, simbólico, fuente de neurosis y «alienación».
Estas sociedades de
innovadores, divididas entre una furiosa actividad práctica al servicio de los
desheredados y una violenta discusión teológica, estaban desgarradas por
recíprocas acusaciones de herejía y continuas excomuniones y rechazos. Cada
grupo producía sus propios disidentes y sus propios heresiarcas. Los ataques
que se hacían mutuamente dominicos y franciscanos no son diferentes de los que
se hacen unos a otros trotskistas y estalinistas, ni es esto el signo,
arbitrariamente señalado, de un desorden sin objeto, sino que, por el
contrario, es el signo de una sociedad en la que nuevas fuerzas buscan nuevas
imágenes de vida colectiva y descubren que sólo pueden imponerlas a través de
la lucha contra los «sistemas» establecidos, practicando una consciente y
rigurosa intolerancia teórica y práctica.
9. LA AUCTORITAS La práctica
del recurso a la auctoritas es un aspecto de la cultura medieval que una óptica
laica, iluminista y liberal nos ha llevado, por un exceso de obligada polémica,
a juzgar mal y a deformar. El estudioso medieval aparenta siempre no haber
inventado nada y cita continuamente una autoridad precedente. Serán los padres
de la Iglesia Oriental, será Agustín, serán Aristóteles o las Sagradas
Escrituras o estudiosos del siglo anterior, pero jamás debe sostenerse nada
nuevo, si no es haciéndolo aparecer como ya dicho por algún predecesor. Si lo
pensamos bien, es lo opuesto de lo que se hará desde Descartes hasta nuestro
siglo, en que el filósofo o el científico de valía son exactamente aquellos que
hayan aportado algo nuevo (lo mismo vale para el artista desde el romanticismo
o, quizá, desde el manierismo en adelante).
Exactamente lo contrario de
lo que hace el hombre medieval. Así, el discurso cultural medieval parece,
desde fuera, un extenso monólogo carente de diferencias, porque todos procuran
usar el mismo lenguaje, las mismas citas, los mismos argumentos, el mismo
léxico, y para un oyente externo parece que siempre se dijera la misma cosa,
exactamente como le sucede a quien asiste a una asamblea estudiantil o lee la
prensa de los grupúsculos extraparlamentarios o los escritos de la revolución
cultural.
En realidad, el estudioso de
temas medievales sabe reconocer diferencias fundamentales, del mismo modo que
el político de hoy se orienta fácilmente y distingue diferencias y desviaciones
entre intervención e intervención parlamentaria y sabe clasificar
inmediatamente a su interlocutor en tal o cual bando. Y no ignora tampoco que
el hombre medieval sabe muy bien que con la auctoritas se puede hacer lo que se
quiera: «La autoridad tiene una nariz de cera, que puede deformarse como se
quiera», dice Alain de Lille en el siglo XII. Pero ya antes que él Bernard de
Chartres había dicho: «Somos como enanos en hombros de gigantes»; los gigantes
simbolizan la autoridad indiscutible, mucho más lúcidos y clarividentes que
nosotros, pero nosotros, pequeños como somos, cuando nos sostenemos sobre
ellos, vemos más lejos.
Existía por tanto, por un
lado, la conciencia de estar innovando y avanzando, y por otro, la innovación
debía apoyarse en un corpus cultural que asegurase ciertas persuasiones
indiscutibles y un lenguaje común. Lo que no era sólo dogmatismo (aunque a
menudo llegaba a serlo), sino que constituía el modo en que el hombre medieval
hacía frente al desorden y a la disipación cultural de la baja romanidad, al
crisol de ideas, religiones, promesas y lenguajes del mundo helenístico, donde
cada uno se encontraba solo con su tesoro de sabiduría. Ante todo había que
reconstruir una temática, una retórica y un léxico comunes, en los cuales poder
reconocerse, pues de otro modo no era posible comunicarse y no se podía tender
un puente (que era lo que importaba) entre los intelectuales y el pueblo, que
era lo que hacía, de modo personal y paternalista, el intelectual medieval, a
diferencia del griego y el romano.
La actitud de los grupos
políticos juveniles es hoy exactamente del mismo tipo, representa la reacción
contra la disipación de la originalidad romántico-idealista y contra el
pluralismo de las perspectivas liberales, consideradas como coberturas
ideológicas que, bajo la pátina de la diferencia de opiniones y de métodos,
ocultan la sólida unidad del dominio económico.
La investigación de textos
sagrados (sean de Marx o de Mao, del Che o de Rosa Luxemburgo) tiene ante todo
la función de restablecer una base del discurso común, un corpus de autoridad
reconocible sobre el cual instaurar el juego de las diferencias y de las
propuestas que se contraponen. Todo ello realizado con una humildad totalmente
medieval y exactamente opuesta al espíritu moderno, burgués, surgido del
Renacimiento: ya no cuenta la personalidad de quien propone y la propuesta no
debe presentarse como descubrimiento individual, sino como fruto de una
decisión colectiva, siempre rigurosamente anónima. Así, una reunión asamblearia
se desarrolla como una quaestio disputata.- la cual daba al extraño la
impresión de un juego monótono y bizantino, cuando en ella se debatían no sólo
los grandes problemas del destino del hombre, sino también las cuestiones
concernientes a la propiedad, la distribución de la riqueza y las relaciones
con el Príncipe, o la naturaleza de los cuerpos terrestres en movimiento y de
los cuerpos celestes inmóviles.
10. LAS FORMAS DEL
PENSAMIENTO Con un rápido cambio de escenario (en lo que respecta al mundo
actual), pero sin apartarnos un ápice del paralelo con la Edad Media, henos
aquí en un aula universitaria donde Chomsky divide gramaticalmente nuestros
enunciados en elementos atómicos que se ramifican de manera bífida, o Jakobson
reduce a trazos binarios las emisiones fonológicas, o Lévi-Strauss estructura
la vida parental y la trama de los mitos en juegos antinómicos, o Barthes lee a
Balzac, Sade e Ignacio de Loyola, como el erudito medieval leía a Virgilio,
persiguiendo ilusiones opuestas y simétricas.
Nada más próximo al juego
intelectual medieval que la lógica estructuralista, como nada se le parece más,
a fin de cuentas, que el formalismo de la lógica y de la ciencia física y
matemática contemporáneas. No debe asombrarnos que en el propio territorio
antiguo se puedan encontrar paralelos con el debate dialéctico de los políticos
o con la descripción matematizada de la ciencia, pues estamos parangonando una
realidad en acto con un modelo condensado.
Pero se trata, en ambos
casos, de dos modos de afrontar la realidad que carecen de paralelos exactos en
la moderna cultura burguesa y que dependen, tanto uno como otro, de un proyecto
de reconstitución frente a un mundo del que se ha perdido o rechazado la imagen
oficial.
El político, apoyándose en
la autoridad, argumenta sutilmente para fundar sobre bases teóricas una praxis
de formación; el científico, a través de clasificaciones y diferenciaciones,
trata de volver a dar forma a un universo cultural que, como el universo
grecorromano, ha estallado por exceso de originalidad y por la confluencia
conflictiva de aportes demasiado diversos: oriente y occidente, magia, religión
y derecho, poesía, medicina o física. Se trata de demostrar que existen unas
abscisas del pensamiento que permiten recuperar a modernos y primitivos bajo la
bandera de una misma lógica.
Los excesos formalistas y la
tentación antihistórica son los mismos que encontramos en las discusiones
escolásticas, así como la tensión pragmática y modificadora de los
revolucionarios, que entonces se llamaban reformadores o heréticos a secas,
debe (como decía) apoyarse en furibundas diatribas teóricas y cada matiz
teórico implica una praxis diferente. Incluso las discusiones entre san
Bernardo, partidario de un arte sin imágenes, terso y riguroso, y Suger,
partidario de la catedral suntuosa y pululante de mensajes figurativos, tienen
correspondencias, a diferentes niveles y en claves diferentes, con la oposición
entre constructivismo soviético y realismo socialista, entre abstractos y
neobarrocos, entre teóricos rigoristas de la comunicación conceptual y
partidarios macluhanianos de la comunidad global de la comunicación visual.
11. EL ARTE COMO BRICOLAJE
Sin embargo, cuando se pasa a los paralelos culturales y artísticos, el
panorama se vuelve mucho más complejo. Por una parte, tenemos una
correspondencia bastante perfecta entre dos épocas que,de modo diferente, con
iguales utopías educativas e igual enmascaramiento ideológico de un proyecto
paternalista de dirección de las conciencias, tratan de borrar la diferencia
entre cultura docta y cultura popular a través de la comunicación visual.
Ambas son épocas en que la
élite selecta razona sobre textos escritos con mentalidad alfabética, pero
después traduce en imágenes los datos esenciales del saber y las estructuras
sustentantes de la ideología dominante. En la Edad Media, cultura de lo visual,
la catedral es el gran libro de piedra, y en efecto es el manifiesto
publicitario, la pantalla televisiva, el místico tebeo que debe contarlo y
explicarlo todo, los pueblos de la tierra, las artes y los oficios, los días
del año, las estaciones de siembra y cosecha, los misterios de la fe, los
episodios de la historia sagrada y profana y la vida de los santos (grandes
modelos de conducta, como hoy lo son los divos y cantantes, élite sin poder político,
como diría Francesco Alberoni, pero con enorme poder carismático).
Junto a esta sólida empresa
de cultura popular se desarrolla el trabajo de composición y collage que la
cultura docta ejerce sobre los detritus de la cultura del pasado.
Tomemos una caja mágica de
Cornell o de Armand, un collage de Max Ernst o una máquina inútil de Munari o
de Tinguely, y nos encontraremos en un paisaje que nada tiene que ver con el
gusto estético medieval. En poesía son centones y acertijos, los kenning
irlandeses, los acrósticos, los entramados verbales de múltiples citas, que
recuerdan a Pound y a Sanguineti; los juegos etimológicos creados por Virgilio
de Bigorra e Isidoro de Sevilla, que hacen tan Joyce (Joyce lo sabía), los
ejercicios de composiciones temporales de los tratados de poética, que parecen
un programa para Godard, y, sobre todo, la afición por la recopilación y el
inventario, que entonces se concretaba en los tesoros de los príncipes o de las
catedrales, en los que se reunía indistintamente una espina de la corona de
Jesús, un huevo encontrado dentro de otro huevo, un cuerno de unicornio, el
anillo de compromiso de san José y el cráneo de san Juan a la edad de doce años
(sic).'
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1. Objetos que contiene el tesoro de Carlos IV de Bohemia.- el cráneo de san
Adalberto, una espina de la corona de Jesús, trozos de la Cruz, mantel de la
espada de san Esteban última Cena, un diente de santa Margarita, un trozo de
hueso de san Vital, una costilla de santa Sofía, el mentón de san Eóbano,
costilla de ballena, colmillo de elefante, vara de Moisés, vestidos de la
Virgen. Objetos del tesoro del duque de Berry: un elefante disecado, un
basilisco, maná encontrado en el desierto, cuerno de unicornio, coco, anillo de
compromiso de san José. Descripción de una exposición depop-art y nouveau
realisme.- una muñeca despanzurrada de cuyo vientre asoman cabezas de otras
muñecas, un par de gafas con ojos pintados, cruz con botellas de Coca-cola
clavadas y una lamparilla en el centro, retrato de Marilyn Monroe multiplicado,
ampliación de una tira de Dick Tracy, silla eléctrica, mesa de ping-pong con
pelotas de yeso, partes de automóviles comprimidas, casco de motorista decorado
al óleo, pila eléctrica de bronce sobre pedestal, caja conteniendo tapones de
botella, mesa vertical con plato y cuchillo, cajetilla de Gitanes y ducha
colgante sobre paisaje al óleo.
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Dominaba una total indiferenciación entre objeto estético y objeto mecánico (un
autómata en forma de gallo, artísticamente cincelado, joya cinética si alguna
vez la hubo, le fue regalado a Carlomagno por Harun al-Rashid), y no existía
diferencia entre objeto de «creación» y objeto curioso, ni existía distinción
entre lo artesanal y lo artístico, entre «múltiple» y ejemplar único y, sobre
todo, entre hallazgo curioso (la lámpara liberty como el diente de ballena) y
obra de arte.
Todo ello dominado por un
sentido chillón del color y de la luz como elemento físico de goce, y no
contaba si, allí, había vasos de oro incrustados de topacios que reflejaban los
rayos del sol refractados por una vidriera de iglesia, y, aquí, la orgía
multimedia de cualquier Electric Circus, con proyecciones polaroid cambiantes y
acuosas.
Decía Huizinga que, para
comprender el gusto estético medieval, hay que pensar en el tipo de reacción
que experimenta un burgués asombrado ante el objeto curioso y precioso.
Huizinga pensaba en términos
de sensibilidad estética posromántica; hoy encontraríamos que este tipo de
reacción es el mismo que experimenta un joven ante un póster que representa un
dinosaurio o una motocicleta, o ante una caja mágica transistorizada en la que
giran haces luminosos, a mitad de camino entre la miniatura tecnológica y la
promesa de ciencia ficción, con elementos de orfebrería bárbara.
Nuestro arte, como el
medieval, es un arte no sistemático, sino aditivo y compositivo, hoy como
entonces coexiste el experimento elitista refinado con la gran empresa de
divulgación popular (la relación miniatura-catedral es la misma que existe
entre el Museum of Modern Art y Hollywood), con intercambios y préstamos
recíprocos y continuos: el aparente bizantinismo, el gusto desaforado por la
colección, el catálogo, la reunión, el amontonamiento de cosas diferentes se
deben a la exigencia de descomponer y reevaluar los detritus de un mundo
precedente, quizás armonioso, pero ahora insólito; un mundo a vivir, diría
Sanguineti, como una Palus Putredinis que hubiera sido cruzada y olvidada.
Mientras Fellini y Antonioni
experimentan sus Infiernos y Pasolini sus Decamerones (y el Orlando de Ronconi
no es exactamente una fiesta renacentista, sino un misterio medieval
representado en la plaza para el pueblo llano), hay quien intenta
desesperadamente salvar la cultura antigua, creyéndose investido de un mandato
intelectual, y se acumulan las enciclopedias, los digestos, los almacenes
electrónicos de la información con los que Vacca contaba para transmitir a la
posteridad un tesoro de saber que corre el riesgo de disolverse en la
catástrofe.
12. Los MONASTERIOS Nada más
parecido a un monasterio (perdido en el campo, rodeado de hordas bárbaras y
extranjeras, habitado por monjes que no tienen nada que ver con el mundo y que
realizan sus investigaciones particulares) que un campus universitario
norteamericano.
A veces el Príncipe llama a
uno de esos monjes y lo convierte en su consejero, enviándolo a Catay como
embajador; y el monje pasa con indiferencia del claustro al siglo, se convierte
en hombre de poder y trata de gobernar el mundo con la misma aséptica
perfección con que coleccionaba sus textos griegos. Llámese Gerberto de
Aurillac o McNamara, Bernardo de Chiaravalle o Kissinger, tanto puede ser
hombre de paz como de guerra (como Eisenhower, que ganó algunas batallas y
después se retiró al monasterio para convertirse en director de college, sin
perjuicio de volver al servicio del Imperio cuando la multitud apeló a él como
héroe carismático).
Pero es dudoso si
corresponderá a estos centros monásticos la tarea de registrar, conservar y
transmitir el legado de la cultura pasada, acaso mediante complicados aparatos
electrónicos (como sugiere Vacca) que la restituyan poco a poco, estimulando su
reconstrucción, sin jamás revelar a fondo todos los secretos.
La otra Edad Media produjo,
en sus finales, un Renacimiento que se divertía haciendo arqueología, pero en
realidad la Edad Media no realizó una obra de conservación sistemática, sino de
destrucción casual y conservación desordenada: perdió manuscritos esenciales y
salvó otros del todo irrisorios, raspó poemas maravillosos para escribir, sobre
su pergamino, adivinanzas o plegarias, falsificó los textos sagrados
interpolando pasajes, y de esta manera escribía «sus» libros. La Edad Media
inventó la sociedad comunal, sin haber tenido noticias precisas sobre la polis
griega; llegó a China, creyendo encontrar hombres con un solo pie o con la boca
en el vientre, y, posiblemente, llegó a América antes que Colón, sirviéndose de
la astronomía de Ptolomeo y la geografía de Eratóstenes...
13. LA TRANSICIÓN PERMANENTE
De esta nuestra nueva Edad Media se ha dicho que será una época de «transición
permanente», para la cual habrá que utilizar nuevos métodos de adaptación: el
problema no radicará tanto en cómo conservar científicamente el pasado, sino
más bien en elaborar hipótesis sobre la explotación del desorden, entrando en
la lógica de la conflictividad.
Nacerá, como está naciendo
ya, una cultura de la readaptación continua, nutrida de utopía.
Así es como el hombre
medieval inventó la universidad, con la misma despreocupación con que los
clérigos errantes de hoy la están destruyendo, y, ojala, transformando.
La Edad Media conservó a su
modo la herencia del pasado, pero no por hibernación, sino por retraducción y
reutilización continua: fue una inmensa operación de bricolaje, en equilibrio
entre nostalgia, esperanza y desesperación.
Bajo su apariencia
inmovilista y dogmática, constituyó, paradójicamente, un momento de «revolución
cultural». Todo el proceso estuvo caracterizado de manera natural por
pestilencias y estragos, intolerancia y muerte.
Nadie dice que la nueva Edad
Media represente una perspectiva del todo alegre.
Como decían los chinos para
maldecir a alguien: «Así vivas en una época interesante».