domingo, 21 de febrero de 2016

Mi particular homenaje a Umberto Eco

Creí que iba a ser suficiente meter una imagen con un enlace en el facebook, a fin de cuentas uno no es nadie y Eco llegó a serlo casi todo aunque no lo pareciera. Pero resulta que mi particular homenaje no transita por su conocida novela "El nombre de la rosa" ni sus otras incursiones en lo literario. A principios de la década de los 70 del siglo pasado leí, no se si con provecho, su ensayo La Nueva Edad Media y entonces me pareció la mejor aproximación posible a la concepción de Federico Engels del desarrollo en espiral de la historia. Después resultó que no es tal, pero ahora eso no importa porque me sirvió y aún hoy me sirve pues de ahí viene mi apreciación personal por determinada literatura marginal como la ciencia ficción o la fantasía épica; cuentos en definitiva, narraciones que se explican más en el ambiente histórico de la pre-novela, como El Lazarillo, o aquellas obras escritas con la única y sana pasión de entretener y proporcionar un rato de evasión a quien la consume. Así que ahí está todo (hasta sus novelas) aunque cuando algún atrevido termine de leer el ensayo que reproducimos aquí, reconozca que "no pasa nada". 
Otro motivo para escribir mi particular homenaje y no sumarme a los preexistentes es que los medios ya lo han definido como "el último humanista" y sinceramente creo que no es así; su obra también transita por el retorno a la Edad Media y el Renacimiento es solo su última fase. O sea, el viejo profesor Umberto Eco, el hombre que lo sabía todo, está más próximo a Boecio que a Erasmo.


Este Ensayo fue publicado en 1972 y sigue actual. Desde hace años que los ambientes internacionales relacionados con el estudio de la modernidad lo señalan como referente. El movimiento hacker lo consideró siempre como "una iluminación censurada" por su contenido propietario. Así que se peleó por abrirlo a contenido público. En el 2008 después de mucho insistir y presionar, finalmente Eco accedió. Esta es la primera versión en castellano, corregida y sutilmente actualizada. El original titulaba "Hacia la Nueva Edad Media " y quedó "La Nueva Edad Media". Cuando Eco preguntó acerca de la posibilidad de actualizar el contexto de época con relación a los personajes, Fellini, Antonioni, etc. los hackers respondieron que se sentían "ofendidos" ante esa propuesta. El autor se manifestó "muy halagado por tantas presiones amigas sobre mi obra". Y reconoció algo más: "Se está generando una ética en el ciberespacio que desconocía, mucho más íntegra que la de los intereses capitalistas. Nos protegen hasta de nosotros mismos".

Recientemente, y desde muchas partes, se ha empezado a hablar de nuestra época como de una Nueva Edad Media. El problema es si se trata de una profecía o de una constatación. Dicho de otro modo: ¿hemos entrado ya en la Nueva Edad Media o, como lo expresa Roberto Vacca en un inquietante libro, «vamos al encuentro de una próxima Edad Media inminente»? La tesis de Vacca se basa en la degradación de los grandes sistemas típicos de la era tecnológica que, demasiado vastos y complejos para ser coordinados por una autoridad central y también para ser controlados individualmente por un aparato directivo eficiente, están condenados al colapso y, por interacciones recíprocas, a producir un retroceso de toda la civilización industrial.
Repasemos brevemente las hipótesis más apocalípticas que Vacca concibe, en una especie de «escenario» futurible de apariencia muy persuasiva.

1. PROYECTO DE APOCALIPSIS Un día, en Estados Unidos, la coincidencia de un atasco de autopistas con una paralización del tráfico ferroviario impide que el personal de relevo acceda a un gran aeropuerto. Los controladores no relevados, vencidos por el estrés, provocan la colisión entre dos cuatrirreactores, que se precipitan sobre una línea eléctrica de alta tensión, cuya carga, repartida entre otras líneas ya sobrecargadas, provoca un black out como el que ya sufriera Nueva York hace algunos años. Salvo que esta vez es más radical y dura varios días. Como nieva y las calles están bloqueadas, los automóviles forman monstruosos atascos; en las oficinas, se encienden fuegos para calentarse, estallan incendios y los bomberos no logran llegar a los sitios para apagarlos. La red telefónica queda bloqueada bajo el impacto de cincuenta millones de personas aisladas que tratan de comunicarse. Se inician marchas por la nieve, que ocasionan víctimas que se abandonan en las calles.
Los viandantes, privados de aprovisionamientos de toda clase, intentan apoderarse de refugios y mercancías; entran en acción las decenas de millones de armas de fuego vendidas en Norteamérica. Las fuerzas armadas asumen el poder, pero son víctimas también de la parálisis general. La gente saquea los supermercados, en los hogares se acaban las reservas de velas, aumenta el número de muertos a causa del frío y el hambre, y en los hospitales los enfermos mueren por falta de cuidados.
Después de algunas semanas, cuando penosamente se restablezca la normalidad, los millones de cadáveres dispersos por las ciudades y el campo comenzarán a propagar epidemias y provocarán flagelos de dimensiones parecidas a los de la peste negra, que en el siglo XIV destruyó dos tercios de la población europea. Surgirán entonces psicosis «de contagio» y se afirmará un nuevo maccartismo mucho más cruento que el primero. La vida política, que habrá entrado en crisis, se subdividirá en una serie de subsistemas autónomos e independientes del poder central, con ejércitos mercenarios y administraciones autónomas de justicia.
Mientras la crisis continuará indefinidamente, quienes lograrán superarla con más facilidad serán los habitantes de las áreas subdesarrolladas, ya preparados para vivir en condiciones elementales de vida y de competencia, y se producirán grandes migraciones, que darán lugar a fusiones y mezclas raciales, importación y difusión de nuevas ideologías.
La propiedad, menguada la fuerza de las leyes y destruidos los catastros, se apoyará en el solo derecho de usurpación. Por otra parte, la rápida decadencia habrá reducido las ciudades a una serie de ruinas alternadas con casas habitables, y habitadas por quienes hayan logrado apoderarse de ellas, mientras las pequeñas autoridades locales podrán mantener cierto poder construyendo recintos y pequeñas fortificaciones.
En este momento, se estará ya en plena estructura feudal. Las alianzas entre poderes locales se apoyarán en el compromiso y no en las leyes, las relaciones individuales se basarán en la agresión, en la alianza por amistad o comunidad de intereses, y renacerán las costumbres elementales de hospitalidad para el transeúnte. Ante esta perspectiva, nos dice Vacca, no cabe otra cosa que pensar en planificar el equivalente de la comunidad monástico que, en medio de tanta decadencia, se ejercite desde ahora en mantener vivos y en transmitir los conocimientos técnicos y científicos útiles para el advenimiento de un nuevo renacimiento. Cómo organizar estos conocimientos, cómo impedir que se corrompan en el proceso de transmisión o que alguna comunidad haga uso de ellos con fines de poder particular, éstos y otros problemas constituyen los capítulos finales (en gran parte discutibles) del Medio Evo prossimo ventura. Pero, como decíamos al comienzo, el problema es de índole diversa.
Se trata ante todo de decidir si este escenario que describe Vacca es apocalíptico o si es la enfatización de algo ya existente. Y, en segundo lugar, de liberar la noción de Edad Media del aura negativa con que la ha envuelto cierta difusión cultural de inspiración renacentista.
Tratemos pues de analizar qué es lo que se entiende por Edad Media.

2. PROYECTO ALTERNATIVO DE EDAD MEDIA Para empezar, observemos que este nombre define dos momentos históricos bien distintos: uno que va desde la caída del Imperio Romano de Occidente hasta el año 1000, y es una época de crisis, de decadencia, de violentos ajustes de cuentas entre pueblos y de choque de culturas; el otro período se extiende desde el siglo XI hasta aquella época que escolarmente se define como Humanismo, y no por azar muchos historiadores extranjeros lo consideran ya una época de pleno florecimiento y hablan así de tres renacimientos: uno carolingio, otro en los siglos XI Y XII, y el tercero, que es el que se conoce como Renacimiento propiamente dicho.
Admitiendo que se corre el riesgo de sintetizar la Edad Media en una especie de modelo abstracto, ¿con cuál de aquellos dos períodos se hará corresponder nuestra época? Cualquier correspondencia término por término sería ingenua, incluso porque vivimos en una época de procesos enormemente acelerados, donde lo que sucede ahora en cinco años puede a veces corresponder a lo que entonces sucedía en cinco siglos.
En segundo lugar, el centro del mundo se ha extendido a todo el planeta; hoy conviven civilizaciones, culturas y estadios diferentes de desarrollo, y en términos de sentido común nos vemos llevados a hablar de «condiciones medievales» de la población bengalí, mientras consideramos Nueva York una floreciente Babilonia, o Pekín el modelo de una nueva civilización renovadora.
Será necesario, por tanto, establecer un paralelo entre ciertos momentos y ciertas situaciones de nuestra civilización planetaria y diversos momentos de un proceso histórico que va del siglo V al siglo XIII.
Ciertamente, comparar un momento histórico preciso (hoy) con un período de casi mil años parece un pasatiempo sin sustancia, y así sería si hiciéramos esto. Pero lo que intentamos aquí es elaborar una «hipótesis de Edad Media» (como si nos propusiéramos construir una Edad Media y calculáramos qué ingredientes serían necesarios para producir una eficiente y plausible).
Esta hipótesis, o este modelo, tendrá las características propias de toda criatura de laboratorio: será el resultado de una elección, de una filtración, y la elección dependerá de un fin preciso. En nuestro caso, el fin consiste en disponer una imagen sobre la cual podamos medir tendencias y situaciones de nuestro tiempo. Será un juego de laboratorio, pero nadie ha dicho nunca seriamente que los juegos sean inútiles. Jugando el niño aprende a estar en el mundo, justamente porque simula aquello que después estará obligado a hacer de veras.
¿Qué necesitamos para hacer una buena Edad Media? Ante todo una gran Paz que se degrada, un gran poder estatal internacional que había unificado el mundo bajo una lengua, costumbres, ideología, religión, arte y tecnología y que, en un momento dado, a causa de la propia ingobernable complejidad, se derrumba. Y se derrumba por la presión que en sus fronteras ejercen los «bárbaros», que no son necesariamente incultos, sino que son portadores de nuevas costumbres y de nuevas visiones del mundo.
Estos bárbaros pueden invadir con violencia, porque quieren apropiarse de una riqueza que les había sido negada; o bien pueden insinuarse en el cuerpo social y cultural de la Pax dominante haciendo circular nuevas formas de fe y nuevas perspectivas de vida.
El Imperio Romano, en los comienzos de su decadencia, no fue socavado por la ética cristiana; se socavó sólo al acoger sincréticamente la cultura alejandrina y los cultos orientales de Mitra y de Astarté, jugueteando con la magia, las nuevas éticas sexuales y diversas esperanzas e imágenes de salvación.
El imperio acogió nuevos componentes raciales, eliminó, por la fuerza de las circunstancias, muchas rígidas divisiones de clase, redujo la diferencia entre ciudadanos y no ciudadanos, entre plebeyos y patricios, conservó la división de la riqueza, pero moderó -y no podía hacer otra cosa - las diferencias entre los roles sociales. También experimentó fenómenos de rápida aculturación, colocó en el gobierno a hombres que pertenecían a razas que doscientos años antes habrían sido consideradas inferiores, y desdogmatizó muchas teologías. Durante el mismo período, el gobierno adoró a los dioses clásicos, los soldados a Mitra y los esclavos a Jesús.
Por instinto se perseguía la fe que, a la larga, parecía más letal para el sistema, pero, en general, una gran tolerancia represiva permitía aceptarlo todo.
El colapso (militar, civil, social y cultural) de la Gran Pax abre un período de crisis económica y de vacío de poder, pero sólo una justificable reacción anticlerical ha permitido considerar los Siglos Oscuros tan «oscuros». En realidad, incluso la Alta Edad Media (y más la Edad Media posterior al año 1000) fue una época de increíble vitalidad intelectual, de diálogo apasionante entre civilización bárbara, herencia romana y estímulos cristianoorientales, de viajes y de encuentros, con los monjes irlandeses que atravesaban Europa difundiendo ideas, promoviendo lecturas, inventando locuras de todo género...
En resumen, fue en este período cuando maduró el hombre occidental moderno, y es en este sentido que el modelo de una Edad Media puede servirnos para entender lo que está sucediendo en nuestros días: la quiebra de una gran Pax acarrea crisis e inseguridades, choques de distintas civilizaciones, y lentamente se va configurando la imagen de un hombre nuevo. Imagen que sólo más tarde aparecerá clara, pero cuyos elementos fundamentales están ya bullendo allí en un dramático caldero. Boecio, que divulga a Pitágoras y relee a Aristóteles, no repite de memoria la lección del pasado, sino que inventa un nuevo modo de hacer cultura y, fingiendo ser el último de los romanos, constituye la primera oficina de estudios de las cortes bárbaras.

3. CRISIS DE LA PAX AMERICANA Que hoy estamos viviendo la crisis de la Pax Americana es ya lugar común en la historiografía del presente.
Sería pueril encasillar en una imagen precisa a los «nuevos bárbaros», incluso por la carga negativa y desorientadora que para nuestros oídos ha tenido siempre el término «bárbaro»: difícil decir si son los chinos o los pueblos del tercer mundo, o la generación contestataria, o los inmigrantes meridionales que están creando en Turín un nuevo Piamonte que antes jamás existió; y si apremian en las fronteras (donde están) o trabajan ya en el interior del cuerpo social.
Por otra parte, ¿quiénes eran los bárbaros en los siglos de la decadencia imperial, los hunos, los godos o los pueblos asiáticos y africanos que implicaban la central del imperio en su comercio y en sus religiones? Lo único que en concreto estaba desapareciendo era el Romano, como hoy desaparece el Hombre Liberal, empresario emprendedor de lengua anglosajona que tuvo en el Robinson Crusoe su poema primitivo y en Max Weber su Virgilio.
En las pequeñas villas suburbiales, el ejecutivo medio de pelo cortado en cepillo personifica todavía al romano de antigua virtud, pero su hijo ya va con pelos de indio, poncho de mexicano, toca el sitar asiático, lee textos budistas o libelos leninistas y (como sucedía en el Bajo imperio) a menudo logra poner de acuerdo a Hesse, el zodíaco, la alquimia, el pensamiento de Mao, la marihuana y la técnica de la guerrilla urbana; basta leer Do ¡t de Jerry Rubin o pensar en los programas de la Alternate University, que hace dos años organizaba en Nueva York cursos sobre Marx, economía urbana y astrología.
Por otra parte, también este romano superviviente juega, en los momentos de aburrimiento, al intercambio de parejas y pone en crisis el modelo de la familia puritana.
Este romano de pelo en cepillo, inserto en una gran corporación (gran sistema que se degrada), vive ya de hecho la descentralización absoluta y la crisis del poder (o de los poderes) central reducido a una ficción (como era el Imperio) y a un sistema de principios cada vez más abstractos. Véase el impresionante ensayo de Furio Colombo, Potere, grupo e conflicto nella societá neo-feudale, 1 del que emerge la contemporaneidad de una situación típicamente neomedieval. Sin necesidad de hacer sociología, todos sabemos que en lo que a nosotros respecta las decisiones del gobierno son, con frecuencia, formales en relación a las decisiones aparentemente periféricas de los grandes centros económicos; los cuales no por azar empiezan a constituir su Sifar privado, quizás utilizando las fuerzas de los Sifar públicos, y sus universidades, que tienen como finalidad única los resultados de eficacia individual, en oposición a la Caída de la Distribución Central de Adiestramiento.
En cuanto a que ahora la política del Pentágono o del FBI pueda proceder de manera absolutamente independiente de la política de la Casa Blanca es crónica cotidiana.
«El golpe de mano del poder tecnológico ha vaciado las instituciones y ha abandonado el centro de la estructura social», observa Colombo, que añade que el poder «se organiza abiertamente fuera del área central y media del cuerpo social, dirigiéndose hacia una zona libre de tareas y responsabilidades generales, revelando abierta y súbitamente el carácter accesorio de las instituciones».
Las apelaciones ya no son en términos de jerarquía o de función codificada, sino de prestigio y presión efectiva. Colombo cita el caso de la rebelión en las cárceles de Nueva York en octubre de 1970, donde la autoridad institucional, el alcalde Lindsay, sólo pudo actuar mediante llamadas a la moderación, mientras las negociaciones se realizaban al principio entre presos y guardianes y después entre periodistas y autoridades carcelarias, con la mediación efectiva de la televisión.

4. LA VIETNAMIZACIÓN DEL TERRITORIO En el juego de estos intereses privados que se auto administran y logran mantener compromisos y equilibrios recíprocos, servidos por policía privada y mercenaria, con sus propios centros fortificados de refugio y defensa, se asiste a lo que Colombo llama una progresiva vietnamización de los territorios, batidos por nuevas compañías de fortuna (¿qué otra cosa son los minutemen y los Black Panthers?).
Hagamos la prueba de aterrizar en Nueva York en un avión de la TWA: entraremos en un mundo absolutamente privado, en una catedral autogestionada que no tiene nada que ver con la terminal de la Panamerican. El poder central, que experimenta de manera particularmente intensa la presión de la TWA, provee a la compañía de un servicio de visados y aduana más rápido que los demás. Si volamos por TWA, en cinco minutos de reloj entramos en Estados Unidos; con otras compañías nos llevará una hora.
Todo depende del feudatario volante al que nos confiemos, y los miss dominici (que también están investidos de poder de condena y de absolución ideológica) levantarán a unos excomuniones que para otros serán mucho más dogmáticamente irrevocables.
No es preciso ir a los Estados Unidos para advertir cómo se ha modificado el aspecto exterior de la sala central de un banco de Milán o Turín, ni para comprobar qué complejo de controles y trámites de policía interna hay que superar antes de poner pie en un castillo más fortificado que los otros, como es el palacio de la RAI, en Roma, en el viale Mazzini.
El ejemplo de la fortificación y paramilitarización de los edificios lo tenemos también en casa, a nivel de experiencia cotidiana. A este respecto, el agente de policía de servicio sirve y no sirve, confirma la presencia simbólica del poder, que a veces puede convertirse en brazo secular efectivo, pero a menudo bastan las fuerzas mercenarias internas.
Cuando la fortificación herética (piénsese en la Estatale de Milán, con su territorio franco provisto de privilegios «de hecho») se hace embarazoso, el poder central interviene entonces para restablecer la autoridad de la Imagen del Estado, pero en la facultad de arquitectura de Milán, transformada en ciudadela, el poder central sólo intervino cuando unos señores feudales de diversa extracción (industrias, periódicos, D.C. local) decidieron que la ciudadela enemiga fuera expugnada. Sólo entonces el poder central cayó en la cuenta o fingió creer que la situación era ¡legal desde hacía años!, e incriminó al consejo de la facultad.
Hasta que la presión de los feudatarios más poderosos no se hizo insostenible, aquel pequeño feudo de aberrantes templarios, o aquel monasterio de monjes disolutos, había quedado abandonado a su autogestión, con sus propias reglas y sus ayunos o sus libertinajes.
(Los estudiantes Protestan porque las aulas están demasiado llenas y la enseñanza es demasiado autoritaria. Los profesores quisieran organizar el trabajo en seminarios con los alumnos, pero interviene la policía. En una refriega, resultan muertos cinco estudiantes (año 1200). Se introduce una reforma que otorga autonomía a profesores y estudiantes; el canciller no podrá rehusar la licencia de enseñanza al candidato propuesto por seis profesores (año 1215).
El canciller de Notre-Dame prohíbe las obras de Aristóteles. Los estudiantes, con el pretexto de que los precios son demasiado caros, invaden y arrasan una hostería. El preboste de policía interviene con una compañía de arqueros, que hieren a algunos viandantes. Desde las calles vecinas acuden grupos de estudiantes, que atacan a la fuerza pública arrojándole adoquines que arrancan del pavimento.
El preboste de policía ordena cargar contra ellos: caen muertos tres estudiantes. Huelga general en la universidad, atrincheramiento en el edificio, delegación al gobierno.
Profesores y estudiantes se dirigen hacia las universidades periféricas. Después de largas negociaciones, el rey establece una ley que regula a bajo precio los alojamientos para estudiantes y crea colegios y comedores universitarios (marzo de 1229). Las órdenes mendicantes ocupan tres cátedras sobre doce. Revuelta de docentes seglares que las acusan de constituir una mafia de barones (1252). El año siguiente, estalla una violenta lucha entre estudiantes y policía, los docentes seglares suspenden sus cursos por solidaridad, mientras los catedráticos de las órdenes religiosas continúan con los suyos (1253). La universidad entra en conflicto con el Papa, que se pronuncia a favor de los docentes de las órdenes regulares, hasta que Alejandro IV se ve obligado a conceder el derecho de huelga si la decisión se toma por la asamblea de facultad con mayoría de dos tercios. Algunos docentes rechazan las concesiones y son destituidos: Guillaume de Saint-Amour, Eudes de Douai, Chrétien de Beauvais y Nicolas de Bar-sur-Aube son procesados. Los destituidos publican un libro blanco titulado El peligro de los tiempos recientes, que es condenado por «inicuo, criminal y execrable» por una bula de 1256 (cf. Gilette Ziegler, Le défi de la Sorbonne, París, Juiliard, 1969).
Un geógrafo italiano, Giuseppe Sacco, desarrolló hace un año el tema de la medievalización de la ciudad.
Una serie de minorías que rechazan la integración se constituyen en clan, y cada clan caracteriza un barrio, que se convierte en el centro propio, a menudo inaccesible: estamos en la «comarca» medieval (Giuseppe Sacco es profesor en Siena). A ese espíritu de clan se unen por otra parte las clases pudientes que, siguiendo el mito de la naturaleza, se retiran al exterior de las ciudades, en los barrios jardín con supermercados autónomos, que dan origen a otros tipos de microsociedad.
Sacco retorna también el tema de la vietnamización de los territorios, teatro de tensiones permanentes a causa de la ruptura del consenso: entre las respuestas del poder está la tendencia a descentralizar las grandes universidades (una especie de defoliación estudiantil), para evitar peligrosas concentraciones de masas. En ese marco de guerra civil permanente dominado por el choque de minorías opuestas y privadas de centro, la ciudad lleva camino de convertirse cada vez más en eso que ya puede verse en algunas poblaciones latinoamericanas, acostumbradas a la guerrilla, «donde la fragmentación del cuerpo social está muy bien simbolizada en el hecho de que el portero de las casas de apartamentos vaya habitualmente armado de metralleta. En estas mismas ciudades, Ios edificios públicos parecen a veces fortalezas, como los palacios presidenciales, y están rodeados por una especie de parapetos de tierra para protegerse de los ataques con bazookas».
Por supuesto, nuestro paralelo medieval debe articularse sin temor a las imágenes simétricamente opuestas. Porque, mientras la otra Edad Media estaba estrechamente ligada a la disminución de población, abandono de la ciudad y penuria del campo, dificultad de comunicación, deterioro de las vías y correos romanos y crisis del control central, hoy parece que ocurra (respecto a la crisis de los poderes centrales) el fenómeno opuesto: el exceso de población interactúa con el exceso de comunicaciones y transportes y hace inhabitable la ciudad, no por destrucción y abandono, sino por un paroxismo de actividad.
La hiedra que corroía las grandes construcciones ruinosas es sustituida ahora por la contaminación atmosférica y por la acumulación de basuras que desfiguran y vuelven irrespirables las áreas habitadas. La ciudad se llena de inmigrantes y se vacía de sus antiguos habitantes, que sólo acuden a ella para trabajar y correr después a los suburbios (cada vez más fortificados después de la matanza de Bel Air). Manhattan va camino de ser habitado sólo por negros. Turín por meridionales, mientras que en las colinas y llanos circundantes surgen nobles construcciones, ligadas a etiquetas de buena vecindad, desconfianza recíproca y grandes ocasiones ceremoniales de encuentro.

5. EL DETERIORO ECOLÓGICO Por otra parte, la gran ciudad, que hoy no es invadida por bárbaros beligerantes ni devastada por incendios, sufre escasez de agua, crisis de energía eléctrica disponible y parálisis del tráfico. Vacca recuerda la existencia de grupos underground que, en un intento de socavar las bases de la convivencia tecnológica, incitan a que se hagan saltar todas las líneas eléctricas usando simultáneamente todos los electrodomésticos posibles y a refrigerar la casa dejando abierta la nevera. Vacca señala, doctamente, que dejando la nevera abierta la temperatura no disminuye sino que aumenta: sin embargo, los filósofos paganos tenían objeciones mucho más importantes que hacer a las teorías sexuales o económicas de los primeros cristianos, y no obstante el problema no radicaba en comprobar si dichas teorías eran eficientes, sino en reprimir el abstencionismo y el rechazo a la colaboración cuando rebasaban ciertos límites. Los profesores de Castelnuovo fueron incriminados, porque no registrar las ausencias en las asambleas equivale a no hacer sacrificios a los dioses.
El poder teme el relajamiento de los ceremoniales o la falta de obsecuencia formal en las instituciones, en los que se ve la voluntad de sabotear el orden tradicional y de introducir nuevas costumbres.
La Alta Edad Media se caracterizó también por una gran decadencia tecnológica y por la pauperización del campo. El hierro escaseaba y si un campesino dejaba caer en el pozo la única hoz que poseía sólo le quedaba esperar la milagrosa intervención de un santo que se la devolviera (como testimonian las leyendas), de otro modo se había terminado el ir segando.
La pavorosa disminución de la población no empezó a recuperarse hasta rebasado el año 1000, gracias a la introducción del cultivo de judías, lentejas y habas, alimentos de alto valor nutritivo, sin los cuales Europa hubiera perecido por debilidad constitucional de la población (la relación entre legumbres y renacimiento cultural es decisiva).
Actualmente el paralelo se invierte para coincidir de nuevo: el gran desarrollo tecnológico provoca obstáculos y disfunciones, y la expansión de la industria alimentaria se convierte en producción de alimentos tóxicos y cancerígenos.
Por otra parte, la sociedad de consumo a ultranza no produce objetos perfectos, sino maquinillas fácilmente deteriorables (si se quiere un buen cuchillo, será mejor comprarlo en África; en Estados Unidos después de la primera utilización se rompe) y la civilización tecnológica se va convirtiendo en una sociedad de objetos usados e inservibles; mientras que en el campo asistimos a deforestaciones, abandono de cultivos, contaminación de las aguas, de la atmósfera y de las plantas, desaparición de especies animales y fenómenos parecidos, por lo que la necesidad, si no de judías, sí de una inyección de elementos genuinos, se hace cada vez más apremiante.

6. EL NEONOMADISMO El hecho de que en la actualidad se viaje a la Luna, se transmita vía satélite y se inventen nuevas sustancias corresponde perfectamente a la otra cara, por lo demás desconocida, de la Edad Media a caballo entre los dos milenios y que se define como la época de una primera e importantísima revolución industrial: en el transcurso de tres siglos se inventaron los estribos, la collera con horcate, que potencia el rendimiento del caballo, el timón posterior articulado, que permite barloventear a las embarcaciones, es decir, navegar contra el viento, y el molino de viento.
Aunque no lo parezca, eran escasas las oportunidades que un hombre tenía en su vida de visitar Pavía y muchas en cambio de ir a Santiago de Compostela o a Jerusalén. La Europa medieval estaba surcada por vías de peregrinación (catalogadas en sus curiosas guías turísticas, que citaban las iglesias abaciales como hoy se citan los moteles y los Hilton), del mismo modo que nuestros cielos están surcados por líneas aéreas que hacen más fácil viajar de Roma a Nueva York que de Spoleto a Roma.
Se podría objetar que la sociedad seminómada medieval era una sociedad de viajes inseguros; partir significaba hacer testamento (recuérdese la partida del viejo Anne Vercos en La anunciación a María, de Paul Claudel); viajar significaba encontrar bandoleros, bandas de vagabundos y fieras. Pero la idea del viaje moderno como obra maestra de comodidad y seguridad hace ya tiempo que se malogró, y atravesar los diversos controles electrónicos y las inspecciones antisecuestros para subir a un jet restituye más o menos la antigua sensación de inseguridad, que presumiblemente está destinada a aumentar.

7. LA INSECURITAS «Inseguridad» es una palabra clave: hay que insertar este sentimiento en el marco de las angustias milenarísticas o «quiliásticas»: el mundo llega a su fin, una catástrofe final pondrá término al milenio. Está demostrado ahora que los famosos terrores del año 1000 fueron una leyenda, pero también está demostrado que todo el siglo X estuvo recorrido por el temor del fin del mundo, aunque hacia el declinar del milenio la psicosis estuviera ya superada.
En lo que respecta a nuestros días, los temas recurrentes de la catástrofe atómica y de la catástrofe ecológica bastan para indicar fuertes corrientes apocalípticas. El correctivo utópico era entonces la idea de la renovatio impera¡; hoy consiste en esa maleable suficiencia de «revolución». Ambas ideas no carecen de sólidas perspectivas reales, a pesar de los desfases finales con respecto al proyecto de partida (no será el Imperio quien se renueve, sino que serán el renacer comunal y las monarquías nacionales quienes disciplinen la inseguridad). Pero la inseguridad no es sólo «histórica»; es también psicológica; forma parte de la relación hombre-paisaje, hombre-sociedad.
En la Edad Media, se vagaba de noche por los bosques sintiéndolos poblados de presencias maléficas, nadie se aventuraba fácilmente fuera de los lugares habitados, se iba armado; condiciones a las que se encamina el habitante de Nueva York, que después de las cinco de la tarde no pone el pie en Central Park, o se cuida muy mucho de coger equivocadamente un metro que lo deje en Harlem o evita utilizar este medio de transporte después de medianoche si no va acompañado, e incluso antes si es una mujer.
Mientras las fuerzas de policía comienzan a reprimir por todas partes los atracos y pillajes, mediante indiscriminadas masacres de culpables e inocentes, se instaura la práctica del robo revolucionario y del rapto de embajadores, del mismo modo que un cardenal y su séquito podían ser capturados por cualquier Robin Hood, para ser canjeados por un par de alegres camaradas del bosque destinados a la horca o a la rueda.
Un último toque al cuadro de la inseguridad colectiva resulta el hecho de que como entonces, y contrariamente a los usos establecidos por los estados liberales modernos, ya no se declara la guerra (salvo al final del conflicto, véase el caso de India y Pakistán) y no se sabe nunca si dos países se encuentran en estado de beligerancia o no. En fin, basta ir a Livorno, Verona o Malta para advertir que las tropas del Imperio permanecen de guarnición en los diferentes territorios nacionales; se trata de ejércitos multilingües con unos almirantes continuamente tentados a usar estas fuerzas para guerrear (o hacer política) por cuenta propia.

8. LoS ERRANTES Por estos anchos territorios dominados por la «insecuritas» vagan bandas de marginados, místicos o aventureros.
Al lado de los estudiantes que, en la crisis general de las universidades y gracias a becas completamente incoherentes, se vuelven itinerantes y recurren sólo a profesores no sedentarios rechazando sus propios «instructores naturales», tenemos bandas de hippies - verdaderas órdenes mendicantes-, que viven de la caridad pública en su búsqueda de una mística felicidad (entre droga y gracia divina no hay demasiada diferencia, incluso varias religiones no cristianas atisban entre los pliegues de la felicidad química).
Las poblaciones locales no los aceptan y los persiguen, y, cuando hayan sido expulsados de todos los albergues juveniles, el hermano de las flores escribirá que allí se encuentra la perfecta alegría. Como en la Edad Media, el límite entre el místico y el ladrón es mínimo, y Manson no es más que un monje que se ha excedido, como sus antecesores, en los ritos satánicos (por otra parte, también cuando un hombre con poder resulta molesto al gobierno legítimo, lo envuelven, como hizo Felipe el Hermoso con los templarios, en un escándalo de orgías sexuales).
Excitación mística y rito diabólico están muy próximos, y Gilles de Rais, quemado vivo por haber devorado muchos niños, había sido compañero de armas de Juana de Arco, guerrillera carismática como lo fuera el Che. Otras formas afines a las de las órdenes mendicantes son por el contrario reivindicadas  en otra clave por grupos politizados, y el moralismo de la unión de los marxistas leninistas tiene raíces monásticas, con su llamado a la pobreza, a la austeridad de costumbres y al «servicio del pueblo».
Si estas comparaciones parecen disparatadas, piénsese en la enorme diferencia que, bajo la aparente cobertura religiosa, había entre monjes contemplativos y holgazanes, que en la clausura conventual no hacían nada, franciscanos activos y populistas, y dominicos doctrinarios e intransigentes, todos ellos voluntariamente marginados, pero de manera diferente, del contexto social corriente, despreciado por decadente, simbólico, fuente de neurosis y «alienación».
Estas sociedades de innovadores, divididas entre una furiosa actividad práctica al servicio de los desheredados y una violenta discusión teológica, estaban desgarradas por recíprocas acusaciones de herejía y continuas excomuniones y rechazos. Cada grupo producía sus propios disidentes y sus propios heresiarcas. Los ataques que se hacían mutuamente dominicos y franciscanos no son diferentes de los que se hacen unos a otros trotskistas y estalinistas, ni es esto el signo, arbitrariamente señalado, de un desorden sin objeto, sino que, por el contrario, es el signo de una sociedad en la que nuevas fuerzas buscan nuevas imágenes de vida colectiva y descubren que sólo pueden imponerlas a través de la lucha contra los «sistemas» establecidos, practicando una consciente y rigurosa intolerancia teórica y práctica.

9. LA AUCTORITAS La práctica del recurso a la auctoritas es un aspecto de la cultura medieval que una óptica laica, iluminista y liberal nos ha llevado, por un exceso de obligada polémica, a juzgar mal y a deformar. El estudioso medieval aparenta siempre no haber inventado nada y cita continuamente una autoridad precedente. Serán los padres de la Iglesia Oriental, será Agustín, serán Aristóteles o las Sagradas Escrituras o estudiosos del siglo anterior, pero jamás debe sostenerse nada nuevo, si no es haciéndolo aparecer como ya dicho por algún predecesor. Si lo pensamos bien, es lo opuesto de lo que se hará desde Descartes hasta nuestro siglo, en que el filósofo o el científico de valía son exactamente aquellos que hayan aportado algo nuevo (lo mismo vale para el artista desde el romanticismo o, quizá, desde el manierismo en adelante).
Exactamente lo contrario de lo que hace el hombre medieval. Así, el discurso cultural medieval parece, desde fuera, un extenso monólogo carente de diferencias, porque todos procuran usar el mismo lenguaje, las mismas citas, los mismos argumentos, el mismo léxico, y para un oyente externo parece que siempre se dijera la misma cosa, exactamente como le sucede a quien asiste a una asamblea estudiantil o lee la prensa de los grupúsculos extraparlamentarios o los escritos de la revolución cultural.
En realidad, el estudioso de temas medievales sabe reconocer diferencias fundamentales, del mismo modo que el político de hoy se orienta fácilmente y distingue diferencias y desviaciones entre intervención e intervención parlamentaria y sabe clasificar inmediatamente a su interlocutor en tal o cual bando. Y no ignora tampoco que el hombre medieval sabe muy bien que con la auctoritas se puede hacer lo que se quiera: «La autoridad tiene una nariz de cera, que puede deformarse como se quiera», dice Alain de Lille en el siglo XII. Pero ya antes que él Bernard de Chartres había dicho: «Somos como enanos en hombros de gigantes»; los gigantes simbolizan la autoridad indiscutible, mucho más lúcidos y clarividentes que nosotros, pero nosotros, pequeños como somos, cuando nos sostenemos sobre ellos, vemos más lejos.
Existía por tanto, por un lado, la conciencia de estar innovando y avanzando, y por otro, la innovación debía apoyarse en un corpus cultural que asegurase ciertas persuasiones indiscutibles y un lenguaje común. Lo que no era sólo dogmatismo (aunque a menudo llegaba a serlo), sino que constituía el modo en que el hombre medieval hacía frente al desorden y a la disipación cultural de la baja romanidad, al crisol de ideas, religiones, promesas y lenguajes del mundo helenístico, donde cada uno se encontraba solo con su tesoro de sabiduría. Ante todo había que reconstruir una temática, una retórica y un léxico comunes, en los cuales poder reconocerse, pues de otro modo no era posible comunicarse y no se podía tender un puente (que era lo que importaba) entre los intelectuales y el pueblo, que era lo que hacía, de modo personal y paternalista, el intelectual medieval, a diferencia del griego y el romano.
La actitud de los grupos políticos juveniles es hoy exactamente del mismo tipo, representa la reacción contra la disipación de la originalidad romántico-idealista y contra el pluralismo de las perspectivas liberales, consideradas como coberturas ideológicas que, bajo la pátina de la diferencia de opiniones y de métodos, ocultan la sólida unidad del dominio económico.
La investigación de textos sagrados (sean de Marx o de Mao, del Che o de Rosa Luxemburgo) tiene ante todo la función de restablecer una base del discurso común, un corpus de autoridad reconocible sobre el cual instaurar el juego de las diferencias y de las propuestas que se contraponen. Todo ello realizado con una humildad totalmente medieval y exactamente opuesta al espíritu moderno, burgués, surgido del Renacimiento: ya no cuenta la personalidad de quien propone y la propuesta no debe presentarse como descubrimiento individual, sino como fruto de una decisión colectiva, siempre rigurosamente anónima. Así, una reunión asamblearia se desarrolla como una quaestio disputata.- la cual daba al extraño la impresión de un juego monótono y bizantino, cuando en ella se debatían no sólo los grandes problemas del destino del hombre, sino también las cuestiones concernientes a la propiedad, la distribución de la riqueza y las relaciones con el Príncipe, o la naturaleza de los cuerpos terrestres en movimiento y de los cuerpos celestes inmóviles.

10. LAS FORMAS DEL PENSAMIENTO Con un rápido cambio de escenario (en lo que respecta al mundo actual), pero sin apartarnos un ápice del paralelo con la Edad Media, henos aquí en un aula universitaria donde Chomsky divide gramaticalmente nuestros enunciados en elementos atómicos que se ramifican de manera bífida, o Jakobson reduce a trazos binarios las emisiones fonológicas, o Lévi-Strauss estructura la vida parental y la trama de los mitos en juegos antinómicos, o Barthes lee a Balzac, Sade e Ignacio de Loyola, como el erudito medieval leía a Virgilio, persiguiendo ilusiones opuestas y simétricas.
Nada más próximo al juego intelectual medieval que la lógica estructuralista, como nada se le parece más, a fin de cuentas, que el formalismo de la lógica y de la ciencia física y matemática contemporáneas. No debe asombrarnos que en el propio territorio antiguo se puedan encontrar paralelos con el debate dialéctico de los políticos o con la descripción matematizada de la ciencia, pues estamos parangonando una realidad en acto con un modelo condensado.
Pero se trata, en ambos casos, de dos modos de afrontar la realidad que carecen de paralelos exactos en la moderna cultura burguesa y que dependen, tanto uno como otro, de un proyecto de reconstitución frente a un mundo del que se ha perdido o rechazado la imagen oficial.
El político, apoyándose en la autoridad, argumenta sutilmente para fundar sobre bases teóricas una praxis de formación; el científico, a través de clasificaciones y diferenciaciones, trata de volver a dar forma a un universo cultural que, como el universo grecorromano, ha estallado por exceso de originalidad y por la confluencia conflictiva de aportes demasiado diversos: oriente y occidente, magia, religión y derecho, poesía, medicina o física. Se trata de demostrar que existen unas abscisas del pensamiento que permiten recuperar a modernos y primitivos bajo la bandera de una misma lógica.
Los excesos formalistas y la tentación antihistórica son los mismos que encontramos en las discusiones escolásticas, así como la tensión pragmática y modificadora de los revolucionarios, que entonces se llamaban reformadores o heréticos a secas, debe (como decía) apoyarse en furibundas diatribas teóricas y cada matiz teórico implica una praxis diferente. Incluso las discusiones entre san Bernardo, partidario de un arte sin imágenes, terso y riguroso, y Suger, partidario de la catedral suntuosa y pululante de mensajes figurativos, tienen correspondencias, a diferentes niveles y en claves diferentes, con la oposición entre constructivismo soviético y realismo socialista, entre abstractos y neobarrocos, entre teóricos rigoristas de la comunicación conceptual y partidarios macluhanianos de la comunidad global de la comunicación visual.

11. EL ARTE COMO BRICOLAJE Sin embargo, cuando se pasa a los paralelos culturales y artísticos, el panorama se vuelve mucho más complejo. Por una parte, tenemos una correspondencia bastante perfecta entre dos épocas que,de modo diferente, con iguales utopías educativas e igual enmascaramiento ideológico de un proyecto paternalista de dirección de las conciencias, tratan de borrar la diferencia entre cultura docta y cultura popular a través de la comunicación visual.
Ambas son épocas en que la élite selecta razona sobre textos escritos con mentalidad alfabética, pero después traduce en imágenes los datos esenciales del saber y las estructuras sustentantes de la ideología dominante. En la Edad Media, cultura de lo visual, la catedral es el gran libro de piedra, y en efecto es el manifiesto publicitario, la pantalla televisiva, el místico tebeo que debe contarlo y explicarlo todo, los pueblos de la tierra, las artes y los oficios, los días del año, las estaciones de siembra y cosecha, los misterios de la fe, los episodios de la historia sagrada y profana y la vida de los santos (grandes modelos de conducta, como hoy lo son los divos y cantantes, élite sin poder político, como diría Francesco Alberoni, pero con enorme poder carismático).
Junto a esta sólida empresa de cultura popular se desarrolla el trabajo de composición y collage que la cultura docta ejerce sobre los detritus de la cultura del pasado.
Tomemos una caja mágica de Cornell o de Armand, un collage de Max Ernst o una máquina inútil de Munari o de Tinguely, y nos encontraremos en un paisaje que nada tiene que ver con el gusto estético medieval. En poesía son centones y acertijos, los kenning irlandeses, los acrósticos, los entramados verbales de múltiples citas, que recuerdan a Pound y a Sanguineti; los juegos etimológicos creados por Virgilio de Bigorra e Isidoro de Sevilla, que hacen tan Joyce (Joyce lo sabía), los ejercicios de composiciones temporales de los tratados de poética, que parecen un programa para Godard, y, sobre todo, la afición por la recopilación y el inventario, que entonces se concretaba en los tesoros de los príncipes o de las catedrales, en los que se reunía indistintamente una espina de la corona de Jesús, un huevo encontrado dentro de otro huevo, un cuerno de unicornio, el anillo de compromiso de san José y el cráneo de san Juan a la edad de doce años (sic).' -------------------------------------------------------------------------------- 1. Objetos que contiene el tesoro de Carlos IV de Bohemia.- el cráneo de san Adalberto, una espina de la corona de Jesús, trozos de la Cruz, mantel de la espada de san Esteban última Cena, un diente de santa Margarita, un trozo de hueso de san Vital, una costilla de santa Sofía, el mentón de san Eóbano, costilla de ballena, colmillo de elefante, vara de Moisés, vestidos de la Virgen. Objetos del tesoro del duque de Berry: un elefante disecado, un basilisco, maná encontrado en el desierto, cuerno de unicornio, coco, anillo de compromiso de san José. Descripción de una exposición depop-art y nouveau realisme.- una muñeca despanzurrada de cuyo vientre asoman cabezas de otras muñecas, un par de gafas con ojos pintados, cruz con botellas de Coca-cola clavadas y una lamparilla en el centro, retrato de Marilyn Monroe multiplicado, ampliación de una tira de Dick Tracy, silla eléctrica, mesa de ping-pong con pelotas de yeso, partes de automóviles comprimidas, casco de motorista decorado al óleo, pila eléctrica de bronce sobre pedestal, caja conteniendo tapones de botella, mesa vertical con plato y cuchillo, cajetilla de Gitanes y ducha colgante sobre paisaje al óleo.
-------------------------------------------------------------------------------- Dominaba una total indiferenciación entre objeto estético y objeto mecánico (un autómata en forma de gallo, artísticamente cincelado, joya cinética si alguna vez la hubo, le fue regalado a Carlomagno por Harun al-Rashid), y no existía diferencia entre objeto de «creación» y objeto curioso, ni existía distinción entre lo artesanal y lo artístico, entre «múltiple» y ejemplar único y, sobre todo, entre hallazgo curioso (la lámpara liberty como el diente de ballena) y obra de arte.
Todo ello dominado por un sentido chillón del color y de la luz como elemento físico de goce, y no contaba si, allí, había vasos de oro incrustados de topacios que reflejaban los rayos del sol refractados por una vidriera de iglesia, y, aquí, la orgía multimedia de cualquier Electric Circus, con proyecciones polaroid cambiantes y acuosas.
Decía Huizinga que, para comprender el gusto estético medieval, hay que pensar en el tipo de reacción que experimenta un burgués asombrado ante el objeto curioso y precioso.
Huizinga pensaba en términos de sensibilidad estética posromántica; hoy encontraríamos que este tipo de reacción es el mismo que experimenta un joven ante un póster que representa un dinosaurio o una motocicleta, o ante una caja mágica transistorizada en la que giran haces luminosos, a mitad de camino entre la miniatura tecnológica y la promesa de ciencia ficción, con elementos de orfebrería bárbara.
Nuestro arte, como el medieval, es un arte no sistemático, sino aditivo y compositivo, hoy como entonces coexiste el experimento elitista refinado con la gran empresa de divulgación popular (la relación miniatura-catedral es la misma que existe entre el Museum of Modern Art y Hollywood), con intercambios y préstamos recíprocos y continuos: el aparente bizantinismo, el gusto desaforado por la colección, el catálogo, la reunión, el amontonamiento de cosas diferentes se deben a la exigencia de descomponer y reevaluar los detritus de un mundo precedente, quizás armonioso, pero ahora insólito; un mundo a vivir, diría Sanguineti, como una Palus Putredinis que hubiera sido cruzada y olvidada.
Mientras Fellini y Antonioni experimentan sus Infiernos y Pasolini sus Decamerones (y el Orlando de Ronconi no es exactamente una fiesta renacentista, sino un misterio medieval representado en la plaza para el pueblo llano), hay quien intenta desesperadamente salvar la cultura antigua, creyéndose investido de un mandato intelectual, y se acumulan las enciclopedias, los digestos, los almacenes electrónicos de la información con los que Vacca contaba para transmitir a la posteridad un tesoro de saber que corre el riesgo de disolverse en la catástrofe.


12. Los MONASTERIOS Nada más parecido a un monasterio (perdido en el campo, rodeado de hordas bárbaras y extranjeras, habitado por monjes que no tienen nada que ver con el mundo y que realizan sus investigaciones particulares) que un campus universitario norteamericano.
A veces el Príncipe llama a uno de esos monjes y lo convierte en su consejero, enviándolo a Catay como embajador; y el monje pasa con indiferencia del claustro al siglo, se convierte en hombre de poder y trata de gobernar el mundo con la misma aséptica perfección con que coleccionaba sus textos griegos. Llámese Gerberto de Aurillac o McNamara, Bernardo de Chiaravalle o Kissinger, tanto puede ser hombre de paz como de guerra (como Eisenhower, que ganó algunas batallas y después se retiró al monasterio para convertirse en director de college, sin perjuicio de volver al servicio del Imperio cuando la multitud apeló a él como héroe carismático).
Pero es dudoso si corresponderá a estos centros monásticos la tarea de registrar, conservar y transmitir el legado de la cultura pasada, acaso mediante complicados aparatos electrónicos (como sugiere Vacca) que la restituyan poco a poco, estimulando su reconstrucción, sin jamás revelar a fondo todos los secretos.
La otra Edad Media produjo, en sus finales, un Renacimiento que se divertía haciendo arqueología, pero en realidad la Edad Media no realizó una obra de conservación sistemática, sino de destrucción casual y conservación desordenada: perdió manuscritos esenciales y salvó otros del todo irrisorios, raspó poemas maravillosos para escribir, sobre su pergamino, adivinanzas o plegarias, falsificó los textos sagrados interpolando pasajes, y de esta manera escribía «sus» libros. La Edad Media inventó la sociedad comunal, sin haber tenido noticias precisas sobre la polis griega; llegó a China, creyendo encontrar hombres con un solo pie o con la boca en el vientre, y, posiblemente, llegó a América antes que Colón, sirviéndose de la astronomía de Ptolomeo y la geografía de Eratóstenes...

13. LA TRANSICIÓN PERMANENTE De esta nuestra nueva Edad Media se ha dicho que será una época de «transición permanente», para la cual habrá que utilizar nuevos métodos de adaptación: el problema no radicará tanto en cómo conservar científicamente el pasado, sino más bien en elaborar hipótesis sobre la explotación del desorden, entrando en la lógica de la conflictividad.
Nacerá, como está naciendo ya, una cultura de la readaptación continua, nutrida de utopía.
Así es como el hombre medieval inventó la universidad, con la misma despreocupación con que los clérigos errantes de hoy la están destruyendo, y, ojala, transformando.
La Edad Media conservó a su modo la herencia del pasado, pero no por hibernación, sino por retraducción y reutilización continua: fue una inmensa operación de bricolaje, en equilibrio entre nostalgia, esperanza y desesperación.
Bajo su apariencia inmovilista y dogmática, constituyó, paradójicamente, un momento de «revolución cultural». Todo el proceso estuvo caracterizado de manera natural por pestilencias y estragos, intolerancia y muerte.
Nadie dice que la nueva Edad Media represente una perspectiva del todo alegre.

Como decían los chinos para maldecir a alguien: «Así vivas en una época interesante».

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